CUANDO EL CIELO SE LIMPIO
Ella, con la arrogancia que le permitían sus diecisiete años albergados en una figura desdeñadamente atractiva, se deslizaba inquietamente por la vida haciéndose presente en cuanta marcha se organizara en esa época.
El, portaba responsabilidad, moderación, veintitrés años sobre un par de muslos perfectamente torneados y un exitoso futuro en la punta de los dedos. Cursando tercer año en la universidad nada había logrado intersectar su abstracción en los libros hasta que una tarde, ese torbellino de pelo largo pasó por su lado. Desde que eso ocurrió, la siguió a distancia por las mil y una protesta callejera que se guerreaba por los años setenta en la cuidad. Por ese tiempo el centro y sus habitantes vivían a diario debatiéndose, entre lluvias de piedras, gritos, banderas y bombas lacrimógenas que hacían llorar hasta a las palomas.
La joven, equilibrada con bizarro en sus delgadas piernas corría como gacela por los adoquines empapados de agua y panfletos. Con habilidad y destreza daba la vuelta en una esquina para volver a aparecer en otra desde donde, entre gritos y gestos combativos, lanzaba piedras contra la autoridad contra los vehículos represivos y contra todo lo que no estuviera de su lado.
El estaba ahí sólo por el placer de verle, su inclinación ideológica que si bien coincidía con la de ella, nunca llegó al extremo de seducirle como para adoptar una posición frontal o quizás, jamás imaginó ese camino.
Sin embargo, desde el momento que la vio comenzó a sentir dentro de sí, en las extrañas, la necesidad urgente de tenerla cada segundo al alcance de su retina . Esa visión aceleraba su sangre le generaba adrenalina y se sentía casi por primera vez, respirando por alguien, por algo.
A los pocos días, mentalmente trazó el mapa que sus pasos cubrían. Aprendió a conocer las calles por las cuales ella se desplazaba los atajos que tomaba y hasta los escondites donde se refugiaba cuando el peligro estaba demasiado cerca. Cuando ello ocurría, él sentía el corazón salirse de su pecho, entonces casi no respiraba, mientras pasaban los carabineros a metros de donde ella también, aguantaba la respiración. En momentos como esos, preparaba sus fuertes y ágiles piernas para si fuese necesario, correr en su ayuda.
Se debatía por timidez, entre la idea de sumarse anónimamente a la masa que le circundaba y encontrar así la forma de hablarle o simplemente, continuar conformándose con verla desde lejos y dejar al destino, la tarea del encuentro porque en lo más profundo de su ser, había dibujado un norte tan claro que estaba seguro, que tarde o temprano eso habría de ocurrir.
En la facultad, averiguaba entre sus compañeros alguna noticia de desordenes, protestas, desfiles o cualquier detalle que pudiese llevarle a encontrarla una vez más por aquel circuito consabido.
La divisaba muchas veces, entre las nubes que dejaban las bombas, con una pañoleta triangular que cubría la mitad de su rostro a modo de protección contra el humo . Su pelo flameando en medio de la multitud le parecía el más bello estandarte de lucha jamás ostentado.
En lejanía, generalmente refugiado bajo el capitel de alguna fachada, contemplaba todo los detalles que la distancia le permitía.
Sus pupilas atentas seguían aquellas manos desplegando banderas. Se divertía secretamente de la singularidad que ella tenía de suspender su larguísima cabellera con un lápiz. Admiraba sus largas piernas enfrascadas en calcetas azules las cuales, a menudo llevaba desenrolladas a la altura de los tobillos, gesto que le aportaba una traza característica.
Se deleitaba inexplicablemente observando gestos y ademanes que intentaba memorizar para recordarlos una y otra vez e imaginaba su voz, que intuía suave pero firme.
Esa mañana de martes no hubo clases en la facultad. Los días que le siguieron fueron de incertidumbre y ensimismamiento. No habló con nadie ni tomó libros. Esa mañana de martes cambió la vida en el país. Nunca más volvió a las calles de la misma forma, nunca más volvió a ver a su gacela corriendo con su morral azul por la alameda libre.
Esa mañana de martes no hubo clases en la facultad. Los días que le siguieron fueron de incertidumbre y ensimismamiento. No habló con nadie ni tomó libros. Esa mañana de martes cambió la vida en el país. Nunca más volvió a las calles de la misma forma, nunca más volvió a ver a su gacela corriendo con su morral azul por la alameda libre.
2 comentarios:
Me has dejado helado el corazón. Me encantó la forma de narrar que tienes, entré en la historia desde el principio, casi me ensimismé con la larga cabellera de ella tanto como lo hace tu protagonista. Una hermosa historia con un final, como todas las hermosas historias, muy triste. Por desgracias muchas de estas historias, y otras aun mucho más atroces se dieron en el Chile de los 70. Un abrazo compañera.
Muchas gracias por tus palabras, por estar acá.
Besos
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