lunes, 4 de enero de 2010

UNA SIMPLE HISTORIA


Tomó una hogaza de pan, se lo llevó a la boca, el guiso humeaba en la mesa. La miró en silencio con ternura, con la mirada de ocaso que tienen los hombres de campo, con la mudez de quienes no hablan con palabras. Con el tenedor fue moliendo las verduras en la medida que iba llevándoselas a la boca lentamente, como un ritual. Las papas le parecían mustias pero no dijo nada, los porotos verdes le sabían rugosos, ásperos y quizás, faltó más sal, pero nada dijo.

Las imágenes del día cruzaron ante sus ojos. Buenos días jefe palmoteo en la espalda, sonrisa condescendiente. Había avanzado por el pasillo oscuro de la fábrica, se había puesto el overol, mirado el reloj. Ocho de la mañana con una nueva perforación en la tarjeta de asistencia. Un día menos para fin de mes. En la colación, el sempiterno tema del fútbol con los compañeros, esos que no son amigos pero hay que tratarlos como tal. Estaba Torres, maestro de la irreverencia y la inventiva, Cubillos con su palidez anémica y sonrisa de dientes escasos. Padilla el sarcástico y estaba él, con el pensamiento fijo en nada. Lo más probable es que fuera todo pero era tanto, que al final, quedaba en nada.

El, con un sueño iterativo que nunca desechó a pesar de los años. Aburrido de su trabajo, de ese lugar, deseaba cambios. Hacía mucho, sentía que estos estaban aplastando sus huesos como concreto.
Había intentado un par de veces nuevos horizontes, siendo más joven. Quizás fueron más, pero no quería, ni le importaba recordar fracasos Siempre anheló migrar de aquel lugar, alejarse un poco de ese sol descontrolado, de la soledad, de lo inamovible. Trasladarse por último, a la cuidad más cercana, llevar a su mujer a calles de asfalto, lejos de aquella árida tierra que resquebrajaba los pies. Abrir esa reja de metal que por más de treinta años, durante nueve horas, y a veces más , cerraba a diario un cielo que necesitaba ver.
Añoraba el aire fresco de su sureña cuidad natal llenando los pulmones de paico, ruda, yuyos y zarzamora. El aroma inigualable, que expelía el pasto húmedo a orillas de los esteros.
Aunque fuese por última vez, correr por los campos de trigo, correr como antes, a casa y volver. Volver mañana, a la reja de metal, al pasillo oscuro, a la mesa puesta, al guiso que humeaba bajo las calaminas que reverberaban al sol, porque ya no tenía, donde más volver.



Su mirada se perdía nerviosamente entre los detalles de la pequeña casa, mientras desmigaba el pan sobre la mesa. Acto seguido, observó la curvatura que formaban sus hombros, la tensión de la frente, en un descuido, se cruzaron las miradas. Aunque él no le dirigiera palabra alguna, había aprendido a leer en sus gestos y desgranaba muy bien, los secretos que guardan los silencios.

Quinientos pesos había quedado debiendo con vergüenza, ese día. Ese era su secreto, y esperaba que él, no descubriese desasosiego en algún rincón de sus pupilas. Por su cabeza, también giraba la deuda de la semana anterior Había sabido ocultarla bien, aquella vez fueron mil pesos. Recordó la primera vez que sintió vergüenza de pedir fiado. Estaba recién casada o recién juntada por que nunca se casaron. Aquella vez recolectó todas las monedas que traía, así y todo no alcanzó.
Esa vez no dudó entre la desazón y la comida, esta vez tampoco.

Tomó un sorbo de agua. Había decidido callar. Se había anticipado a esa eventualidad. Las compras forzosas de ese mes, probablemente iban a pasar, literalmente, la cuenta, no por ello, dejaba de preocuparse. Tal como aquella vez pensó.
Éramos tan jóvenes, hacíamos una linda pareja. Lo miró de reojo mientras se llevaba el tenedor a la boca. Guapo era mi negro. Si que lo era, hasta tuve miedo por un tiempo que otras mujeres me lo quitaran.
Su mente por unos instantes voló por espacios irreverentes , por donde se cuelan en éxodo los pensamientos, cuando la realidad, se torna un laberinto solitario. Me gustaría ser tenedor pensó, mientras giraba en la mano el suyo. Me gustaría ser plato, que cada día me lavaran, secaran y guardaran, sin más trabajo que ser plato. Ser cortina, no estas, que están viejas y destiñas. Me gustaría ser las cortinas de la señora Encarna. Española, decía ella que era, y que sus cortinas, también lo eran. Esas cortinas si eran lindas. En tres días estaremos a treinta y podré pagar.


Miró a su compañero, lo observó en ese acto básico de alimentarse, tuvo la sensación de estar viéndolo por primera vez. ¿Desde cuándo las marcas en la frente habían endurecido su ceño? Paseó la mirada por su cara, por su pelo, redibujo sus cejas. Está viejo mi negro, se confesó sin pena, yo también debo estarlo. Habían envejecido por la vida misma, por el polvo áspero que se levantaba cada tarde y daba en la cara. Ajada la piel por el sol desguarecido de la zona, por los sueños rotos que alivianaban la prisa pero cargaban el alma. Envejecemos de a poco pensó, casi sin darnos cuenta. Quizás no se siente tanto cuando se hace de a dos.

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