domingo, 21 de julio de 2013

Sobre la cama te dejo aquellos intransmutables,
intransferibles,
 la huella de  pisadas infantes,
maduras de resignación,
parte mayor de otra oculta,
superior
e incapaz,
un barco masticando tijeretazos y en el horizonte,
el dolor de la boca
al desayuno
a la primera hora de aire y café de acero.

Amanece,
hay  tanto alfiler desesperado en la espalda,
tanta canción desvelada,
 incantada,
desescuchada
evaporándose  por los altavoces de la cuidad.

Dejo parte de mi piel, la más débil, fría,
la porción del postre que complicaba,
la sacrificada por esta nación extranjera,
este barco terco de velas tristes que me acompaña,
terminar de morir de fe,
porque sí,
porque al fin y al cabo tuvo un puto y desmedido amor
ni ceniza ni braza,
incoherente.

Sobre  el velador,
sobre la cubierta que nunca tuvo marco,
ni vidrio, ni fotografía presente de esta ausencia,
algo,
mío,
desprendido,
abusado,
algo,
que se pegó debajo de tu suela, donde termina el zapato.
Parte de una parte que me deja coja,
un tanto ciega, iletrada,
al borde de una  poesía desarmada,
un cigarrillo consumido a medias en un cenicero.

Recordarás cuando comíamos del mismo plato,
de tus dedos,
desde el borde de la baranda de mi propia boca,
yo analfabeta,
confiada,
caracola perfecta
entregada al prostíbulo hambriento de tus muslos.

Dejo hollín,
mis ojos,
pequeños guijarros y esperpentos
engendros varios en submarinos,
migas
       secas
       a medio tragar
       a medio deglutir,
En la alcancía de tu puerta donde llegan las algas,
peces rojos, avaluadas acuarelas
y esta maldita locura de enloquecer cuerdos
al amanecer, al anochecer,
al leernos encriptados en la fiebre del arañazo,
los lobos enfermos de mi voz cansada,
la verdad de la verdad
flotando,
hinchada,
azul,
la rosa que no fue,
la que nunca floreció.

Perdona la imprudencia del  desorden,
el ruido seco del impass,
bien sabes que siempre quedarán rastros de mis cosas
debajo de las cosas,
                                  cuando me desnudo.