domingo, 16 de febrero de 2014

Los poetas muertos dejan de ser peligrosos
por eso los premiamos, los buscamos,
nos los llevamos a los ojos
con lo que a ellos les sobra,
estrellamos nuestra historia en sus gestos,
intentamos secuestros,
abrirlos en su ultima página,
desvelados buceamos en las profundidades
de aquellas mudas palabras.
Ellos yacen inofensivos en un poema extendido
donde se ha perdido el miedo,
dejan de preocuparse de la ortografía, del peinado,
de la ventana abierta,
de aquella última arruga tan parecida al perro oscuro
que salta sobre la cama en las noches de insomnio
se liberan cuando cae la guillotina de la luna y les rebana el seso,
el sexo, el sexto sentido y todas las exquisitas palabras que llevan exis.
Están muertos y a los  poetas muertos se les siega la siembra,
se les ilumina el nombre,
se les corta para siempre la respiración desesperada
entonces, ya no se dilatan, ni se funden,
ni luchan contra la nostalgia,
pasan de presente perfecto, de adjetivo, del continuo discontinuo
a ser parte de un infinito estado de eternidad
y extraña vida